martes, 24 de mayo de 2016

Epícteto, Cicerón, Séneca - Carlos Arturo Navarro Ferrari

Epicteto,Cicerón,Séneca - Carlos Arturo Navarro Ferrari
(cc)Jorge santiago

Aprendiendo a despreocuparse
Epícteto, Cicerón, Séneca
Es mala suerte que comience a llover justo cuando estás a punto de salir de casa. Pero si has de salir, aparte de ponerte un impermeable, coger un paraguas o cancelar tu cita, no hay mucho que puedas hacer al respecto. Por mucho que quieras, no puedes detener la lluvia. ¿Deberías molestarte por ello? ¿O simplemente tomártelo con filosofía? «Tomárselo con filosofía» significa aceptar lo que no puedes cambiar. ¿Y qué hay del inevitable proceso de envejecimiento y la brevedad de la vida? ¿Cómo deberías sentirte respecto a esta condición del ser humano? ¿Igual?

Cuando la gente dice que se toma con «filosofía» lo que le sucede, está utilizando la palabra del mismo modo que lo habría hecho un estoico. El término «estoico» proviene de la Stóa poikilé, que era un pórtico pintado en Atenas en el que estos filósofos se solían encontrar. Uno de los primeros fue Zenón de Citio (334-262 a. C.). Los primeros estoicos griegos tenían opiniones sobre una amplia gama de problemas filosóficos relativos a la realidad, la lógica y la ética. Pero se los conocía sobre todo por sus ideas sobre el control mental. Su idea básica es que sólo deberíamos preocupamos por las cosas que podemos cambiar. No deberíamos inquietarnos por nada más. Al igual que los escépticos, su objetivo era alcanzar la serenidad mental. Incluso ante hechos trágicos, como la muerte de un ser querido, el estoico debía permanecer impasible. Aunque aquello que suceda no esté bajo nuestro control, nuestra actitud ante ello sí que lo está.

En el corazón mismo del estoicismo se encuentra la idea de que somos responsables de lo que sentimos y pensamos. Podemos elegir cómo reaccionamos ante la buena y la mala suerte. Para algunas personas, las emociones son como el tiempo. Los estoicos, en cambio, consideran que lo que sentimos en una determinada situación o acontecimiento es decisión nuestra. Las emociones no nos suceden. No tenemos por qué sentirnos tristes cuando no conseguimos lo que queremos; tampoco por qué enfadarnos cuando alguien nos engaña. Creían que las emociones nublan el pensamiento y perjudican el juicio. No sólo deberíamos controlarlas, sino también, en la medida de lo posible, prescindir de ellas.

Originariamente, Epícteto (55-135 d. C.), uno de los estoicos más conocidos, era esclavo. Pasó por muchas penurias y sabía lo que era el dolor y el hambre (incluso cojeaba por culpa de una paliza). Cuando declaró que la mente podía permanecer libre incluso cuando el cuerpo está siendo esclavizado, partía de su propia experiencia. No era una mera teoría abstracta. Sus enseñanzas incluían consejos prácticos sobre cómo soportar el dolor y el sufrimiento. Se reducían a lo siguiente: «Nuestros pensamientos dependen de nosotros». Esta filosofía inspiró al piloto de combate norteamericano James B. Stockdale, que fue derribado en Vietnam del Norte durante la guerra de Vietnam. Stockdale fue torturado muchas veces y confinado en una celda incomunicada durante cuatro años. Consiguió sobrevivir aplicando lo que recordaba de las enseñanzas de Epícteto de un curso al que había asistido en la universidad. Mientras descendía con su paracaídas sobre territorio enemigo, decidió que, por duro que fuera el trato que recibiera, se mantendría imperturbable. Si no podía cambiar la situación, no dejaría que le afectara. El estoicismo le proporcionó la fuerza para superar un dolor y una soledad que habrían destrozado a la mayoría de las personas.

Esta dura filosofía comenzó en la Antigua Grecia, pero floreció durante el Imperio Romano. Dos importantes escritores que ayudaron a divulgar las enseñanzas estoicas fueron Marco Tulio Cicerón (106-43 a. C.) y Lucio Anneo Séneca (I a. C.-65 d. C.). La brevedad de la vida y el inevitable envejecimiento eran algunos de los temas que les interesaban en particular. Admitían que envejecer es un proceso natural, y no intentaban cambiar lo que no se puede cambiar. Al mismo tiempo, sin embargo, creían que había que aprovechar al máximo nuestro breve tiempo aquí.

A Cicerón los días parecían cundirle más que a la mayoría: además de filósofo era abogado y político. En su libro Sobre la vejez identifica los cuatro problemas principales del envejecimiento: cuesta más trabajar, el cuerpo se debilita, el goce de los placeres físicos disminuye y la muerte está cada vez más cerca. El envejecimiento es inevitable pero, tal y como Cicerón sostenía, podemos elegir cómo reaccionamos ante este proceso. Deberíamos admitir que el declive de la vejez no tiene por qué hacer la vida insoportable. En primer lugar, gracias a su experiencia, la efectividad de los ancianos puede ser a menudo mayor y el esfuerzo que necesitan hacer, menor. El cuerpo y la mente no tienen por qué deteriorarse drásticamente si se ejercitan. Y aunque los placeres físicos se disfruten menos, los ancianos pueden dedicarle más tiempo a la amistad y la conversación, cosas en sí mismas muy gratificantes. Finalmente, creía que el alma vivía para siempre, de modo que los ancianos no debían preocuparse por la muerte. La actitud de Cicerón era que deberíamos aceptar el proceso natural del envejecimiento y admitir que la actitud que adoptamos respecto a este proceso no tiene por qué ser pesimista.

Séneca, otro gran divulgador de las ideas de los estoicos, manifestó una opinión similar cuando escribió acerca de la brevedad de la vida. No se suele oír a nadie quejarse de que la vida es demasiado larga. La mayoría dice que es muy corta. Hay muchas cosas que hacer y muy poco tiempo para hacerlas. En palabras del griego de la Antigüedad Hipócrates: «La vida es corta; el arte, duradero». Los ancianos que ven acercarse la muerte a menudo desearían contar con unos pocos años más para llevar a cabo lo que realmente querían hacer en la vida. Pero suele ser demasiado tarde y terminan lamentándose por lo que podrían haber sido. En este sentido la naturaleza es cruel. Justo cuando empezamos a entender de qué va la cosa, nos morimos.

Séneca no estaba de acuerdo con este punto de vista. Polifacético como Cicerón, además de filósofo, encontró tiempo para ser autor teatral, político y un exitoso hombre de negocios. Para él, el problema no es lo corta que es nuestra vida, sino lo mal que la mayoría empleamos el tiempo del que disponemos. Una vez más, era nuestra actitud respecto a los aspectos inevitables de la condición humana lo que más le importaba. No deberíamos enojarnos porque la vida sea corta, sino intentar aprovecharla al máximo. Señaló que algunas personas desaprovecharían mil años con la misma facilidad que la vida que tienen. E incluso entonces, probablemente todavía se quejarían de que la vida es demasiado corta. En realidad, la vida suele ser suficientemente larga para hacer muchas cosas si tomamos las decisiones correctas y no la malgastamos en tareas inútiles. Algunos van detrás del dinero con tal energía que no tienen tiempo para hacer mucho más; otros caen en la trampa de dedicar todo su tiempo libre a la bebida y el sexo.

Séneca creía que si uno espera a la vejez para descubrir esto, será demasiado tarde. Tener el pelo blanco y arrugas no garantiza que un anciano se haya pasado mucho tiempo haciendo cosas que valgan la pena, aunque algunas personas actúan erróneamente como si así fuera. Alguien que se hace a la mar y es empujado de un lado a otro por vientos tempestuosos no ha viajado. Sólo ha sido zarandeado. Lo mismo sucede con la vida. Estar fuera de control, pasar de un acontecimiento a otro sin encontrar tiempo para las experiencias más valiosas y significativas, no tiene nada que ver con vivir de verdad.

La parte positiva de vivir bien la vida es que no tienes que preocuparte de tus recuerdos cuando seas mayor. Si pierdes el tiempo, no querrás echar la vista atrás y pensar en cómo has pasado la vida, pues probablemente te resultará demasiado doloroso darte cuenta de todas las oportunidades que has desperdiciado. Por eso creía Séneca que hay tanta gente preocupada por trivialidades; es un modo de evitar la verdad sobre lo que no han conseguido hacer. Él urge a sus lectores a alejarse de la multitud y a no esconderse de sí mismos bajo el pretexto de estar demasiado ocupados.

Así pues, ¿cómo creía Séneca que deberíamos emplear nuestro tiempo? El ideal estoico es vivir como un recluso, alejado del mundo. El modo más fructífero de vivir, declaró —con perspicacia—, es estudiar filosofía. Ésta es una forma de estar verdaderamente vivo.


Séneca tuvo muchas oportunidades de practicar lo que predicaba. En el año 41, por ejemplo, fue acusado de tener una aventura con la hermana del emperador Calígula. No está claro si efectivamente la tuvo o no, pero el resultado fue que lo exiliaron y pasó en Córcega los siguientes ocho años. Luego su suerte volvió a cambiar y lo llamaron de Roma para que ejerciera de tutor del niño de 12 años que se convertiría en el siguiente emperador: Nerón. Más adelante, Séneca sería su asesor político y le escribiría los discursos. Esta relación, sin embargo, terminó muy mal: otro giro de la suerte. Nerón acusó a Séneca de formar parte de un complot para asesinarle. Esta vez, Séneca no tenía escapatoria. Nerón le ordenó que se suicidara. Negarse a ello estaba fuera de toda discusión y de todos modos habría conducido a la ejecución. Resistirse habría sido inútil. Finalmente, Séneca se quitó la vida y, fiel a su estoicismo, se mostró sereno y tranquilo hasta el final. Una forma de ver las principales enseñanzas de los estoicos es como si fueran una especie de psicoterapia; una serie de técnicas psicológicas que harán nuestra vida más tranquila. Líbrate de esas problemáticas emociones que nublan tu pensamiento y todo te resultará más sencillo. Lamentablemente, aunque consigas calmar tus emociones, puede que descubras que has perdido algo importante. El estado de indiferencia por el que abogaban los estoicos puede que reduzca la infelicidad ante los hechos que no podemos controlar. Pero a costa de volvernos fríos, despiadados y quizá incluso menos humanos. Si ése es el precio de conseguir la calma, puede que sea demasiado alto.

 (*Nigel Warburton. En “Una pequeña Historia de la Filosofía")